Un mendigo recostado en el calor de las baldosas dibuja una luna de tiza plateada manteniendo su mirada en ángulo altivo y rapante hacia el escamoteado soslayo de temor que provoca la desdicha, y recita estas palabras con una afectación tan absurda y en un tono tan ancestralmente autómata que ya en nadie inspira confianza:
Mendigo en cuclillas, al costado de las veredas, una moneda, algo que me dea; una palabra que no arranque con ene, como no, nada o negro de mierda; mendigo y por ahora mantengo el juego en primera persona, saliendo en algún momento al paradigma de las conjugaciones, dejando las palabras plantadas en un murmullo desdeñoso del que ya nadie tendrá memoria y que en el estuche de la Historia se perderá entre las cifras adversas de la voracidad mundana; y cuando esté afuera, trataré de no ser el único, de eludir la soledad, porque son muchos los que mendicen; y quizá también esté mendiciendo, esta vez, junto con otros mendichos que al unísono completan el dibujo en la vereda, el estrepitoso cardumen de las melancolombrices solitarias, hasta que el círculo se cierre y se rellene el menguante cuarto de una medialuna mordisqueada...
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