Me despierto por la madrugada y, casi para distraerme, saco a pasear las perras. Me gusta hacerlo a estas horas, cuando la quietud de las calles emparda el silencio profundo de las almas de casa y el párpado nocturno descansa aún sobre un cielo estrellado, cerrándolo todo.
Las perras no paran de caminar ni de atender sus asuntos y, como sólo tengo que guiarlas, me pongo a pensar en el sueño de anoche, en el sueño que me dejó sin sueño. Demasiados muertos, muertos reales, no me refiero al 90 ni al 48, sino al 47. Mucha gente que ya pasó al otro lado y que existe solamente en mis pesadillas.
Afortunadamente, soñar con muertos alarga la vida. Pero en mi caso también acorta las noches, y me deja solo en medio de tanto silencio, enterrado en el gran serenterio de una ciudad vacía. Por eso, y casi para distraerme, me dedico al ejercicio de ponderar el absurdo y descubro que soy tan poco dueño de mis perras como de la existencia misma.
La perras y la existencia me entretienen en esas noches en las que no logro conciliar el sueño, no puedo negarlo: me reciben al llegar a casa, me despiden cuando me voy, me acompañan en los días de lluvia y encierro. Empero, yo creo que las saco a pasear todos los días y son ellas las que me sacan a pasear.
Entonces cuando menos me doy cuenta, cuando miro el reloj y me digo que la caminata ya fue suficiente, las muy perras no me quieren seguir. Empiezan a correr como locas, a juguetear haciendo caso omiso de mis gritos, a tratar de distraerme por cualquier medio. A veces, incluso, se muestran decididas a no volver sin antes revolcarse de espaldas en la osamenta. (Es que disfrutan de ese olor a muerte, el mismo que, vedado por la inconsciencia de su infinito presente, les confiere un goce sin grietas y solo comparable con la eterna oscuridad de nuestras noches.)
Entonces cuando menos me doy cuenta, cuando miro el reloj y me digo que la caminata ya fue suficiente, las muy perras no me quieren seguir. Empiezan a correr como locas, a juguetear haciendo caso omiso de mis gritos, a tratar de distraerme por cualquier medio. A veces, incluso, se muestran decididas a no volver sin antes revolcarse de espaldas en la osamenta. (Es que disfrutan de ese olor a muerte, el mismo que, vedado por la inconsciencia de su infinito presente, les confiere un goce sin grietas y solo comparable con la eterna oscuridad de nuestras noches.)
2 comentarios:
.:[yo también creo]:.
Excelente. ¡Gracias! Un abrazo.
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