La dolencia
Que una disfunción hepática lo haya traído hasta acá, no lo sorprende: siempre fue un comensal descomedido, indulgente, y cuando el doctor mencionó la palabra “eupepsia”, no tuvo más remedio que ir al diccionario. Por eso, ahora está internado en este hospital, donde no le queda más que esperar y ser paciente. Y la espera en los hospitales se vuelve opresiva, infinita, en especial para el enfermo, que tras haber agotado visualmente los pormenores antiestéticos de la sala, yace arrinconado contra su propia memoria. La esposa ha venido a cuidarlo; está cansada, hace días que no duerme bien, y el sopor aséptico de la sala logra que se quede dormida en la silla, con la cabeza apoyada en la pared. A él se le ocurre despertarla y pedirle que prenda el televisor, pero luego prefiere dejarla descansar un rato, y decide cerrar los ojos para tratar de pensar en algo. Acosado por la viscosidad de las sábanas y la irritante superficie de la cama, el futuro le parece un volumen nebular, lleno de imprecisiones, y el presente es un poliedro farragoso que se desbarranca quietamente hacia el pasado, arrastrando en la caída un jirón de recuerdos desperdigados. Aparece entonces el colegio primario, el séptimo grado. Y esa compañera nueva, rubia de piel tersa, que venía de otra escuela, ¿o se había quedado de grado? No, no se acuerda bien. Lo cierto es que ella había caído del cielo, para él, un desangelado más, un glotón enamoradizo entre tantos otros cuyas cabecitas quedaron rebotando en el piso, todos tratando de acercarse a ella, de robarle un gesto, un beso quién no quisiera, o al menos de retener por un instante esa sonrisa tan blanca, como queriendo descifrar de una vez por todas el gualicho de amor que los había hechizado. Lo que sí recuerda es la enjundia con la que arremetieron ciertas chicas, no todas. ¿Por celos? Puede ser. Pero a él le parecía tan injusto... ¿Cómo se llamaba? ¿Evelina? Sí, Evelina Zarazúa. Qué apellido, siempre al final de la lista y la espera hasta que llegara su nombre agigantaba la veneración de los compañeros, pero multiplicaba el odio de algunas reinas destronadas. Tanto que, cuando descubrieron que Evelina escribía con la mano izquierda, empezaron a llamarla “la zurda”. Para ellas era un apodo, y para los muchachos se convirtió rápidamente en un sobrenombre que adoptaron gustosos, no sólo porque fuera novedoso en una mujer, sino porque ella supo aceptarlo con un orgullo impasible. Y los recuerdos que se internan en la intrincada selva de la memoria, de aquella infancia casi fenecida, a punto de adolescencia. Y Evelina en la clase ¿de ciencias? Sí, de ciencias naturales. Ella misma defendiéndose ante los ataques, diciendo que en verdad no había mejor calificativo que el que le habían asignado. ¿Cómo había sido eso? Ah, sí. Ahora recuerda. Los hemisferios cerebrales; el izquierdo controla las reacciones y sensaciones del lado derecho del cuerpo y viceversa. Recuerda ese momento en que sintió el universo como un ente trastocado, mientras algunos reían y se burlaban a diestra y siniestra, pero él, junto con otros tantos compañeros no lograba salir del asombro, sin siquiera saber qué los cautivaba más, ¿era la luminosidad de su blondo pelo o la forma en que ella hablaba? Luego, la delación pública de que su mano hábil era la izquierda y el castigo y el puntero…Y entonces el hígado lo trae de los pelos a la crispación del presente, donde la acuidad lacerante de un pinchazo le frunce el cuerpo entero y lo estremece con violencia. Un relámpago de dolor le horada la conciencia y luego se va, dejando un eco eléctrico, perdido en el tiempo. El estrépito de la sacudida despierta a la mujer, que de un movimiento se incorpora y balbucea unas palabras. Le pregunta si está bien, si le duele algo. Y él le contesta que sí, pero que ya está, ya pasó. Que sólo le vino una puntada fuerte pero repentina, y que el dolor fue ahí mismo, debajo del corazón.
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